jueves, 9 de diciembre de 2010

Ven conmigo


Brenda era una mujer afroamericana de padres inmigrantes. Trabajaba duro en la humilde cafetería sirviendo cafés y tortillas frías a los clientes de las inmediaciones que cobraban fuerzas antes de ir a la oficina. Aún a pesar de sus 35 años de edad, la camarera se desenvolvía con la presteza que solo la experiencia otorgaba entre mesas y taburetes. Siempre armada con su coqueteo y su sonrisa de pega ante clientes que agradecían el entusiasmo de la mujer. ¿Un café, encanto? Siempre tan guapo. Un día una mujer afortunada te hará un hombre feliz. Y un eterno etcétera. En los suburbios de Los Ángeles siempre se agradecía un mínimo de calor. Aunque fuese atado a un contrato social que nadie ha firmado.

Sin embargo, uno de los clientes no agradecía ese cariño. Solo se sentaba en su taburete en el lado más alejado de la puerta miraba a la barra y contestaba bajo a las preguntas que se le formulaban. Siempre pedía café solo sin azúcar y se negaba a tomar la segunda taza gratuita. En Nikky’s siempre se apreciaba el café caliente en el invierno de Los Angeles. Pero él era diferente. Con el cuello de la gabardina subido hasta las sienes, la cabeza gacha y aquella voz correosa como el pan negro. Brenda nunca le preguntó su nombre. Ni le dijo el suyo. Llevaba veinte años (o tal vez diez) tomando su única taza de café por la mañana y jamás se alejó de los parámetros de la estricta conversación camarera-cliente. Brenda no se ofendía. Siempre había tomado al “llanero solitario” (como se le conocía en la cocina) como un lunático atormentado por algún pasado lleno de niebla y dolor. La camarera se limitaba a endulzar las palabras supliendo el amargo café que cada mañana le servía.

¿Cuánto hacía que Brenda no entablaba una conversación decente? Alejada de las lonchas de bacon o los huevos revueltos. Esbozar una sonrisa sincera frente a un café que le han servido otros. Frente a un amigo que muestra una expresión sincera. El trabajo y el agror de la vida le habían dejado sola en el mundo. Apenas recuerda cuando fue la última vez que supo de la vida de alguien. Oh Dios… Que vida más gris. Una tos ahogada interrumpe su deprimente letanía mental. El llanero solitario estaba pegado a la barra tosiendo (o riendo). Brenda se acercó para ofrecerle la siempre rechazada segunda taza. De algún modo, aquella conexión era la única que le ataba al llanero. Pero bastaba. Él levanta la mano displicente. Por primera vez en veinte años (o tal vez diez) observa que las manos del hombre están corroídas y ennegrecidas. Como si las hubiera metido en algún tipo de producto químico años atrás. A Brenda siempre le entretenía imaginar la vida de sus clientes a modo de evasión pero algo tenía el llanero que le impedía escrutar en sus años pasados. Y tal vez fuese mejor así.

Pasan las horas. Otro día idéntico al anterior. Los mismos clientes. La misma conversación. Los mismos pedidos. La misma mierda. Pero algo altera el orden. El llanero lleva todo el día sentado en el mismo taburete sin pedir nada más que su taza de café solo. Brenda nunca contempla el echarlo. Siempre deja buena propina a pesar de los cincuenta centavos del café. Y los años son los años. Ya casi veinte (o tal vez diez) trabajando en el Nikkys con el llanero de escudero. El suelo apesta a limpiapino barato y la barra está húmeda por la bayeta que Brenda le ha pasado con mimo minutos atrás. Mientras abrillanta la cafetera Brenda escucha como la taza se apoya contra el platito y el mismo billete de 5 dólares de todos los días reposa sobre la barra. Al girarse, la camarera contempla por vez primera el rostro del llanero que la mira con pesar. La piel estaba apergaminada y las mejillas estaban hundidas y corrompidas. Las cejas habían desaparecido sobre unos ojos malditos rellenos con el dolor de mil almas. Los dientes estaban amarillentos por el paso de los años y la mano ennegrecida ahora descansa sobre el billete. Brenda, por algún motivo, no tiene miedo. Solo se asombra de no haberlo visto antes.

“¿Puedo contarte una historia, Brenda?”
“Claro, encanto”

La mujer continúa azotando con un trapo la encimera antes de apagar las luces.

“Sé que te has preguntado a  lo largo de este tiempo de donde vengo. Lo intuyo por cómo me miras. Y por cómo no me miras. Estás a punto de averiguarlo. El mundo está ocupado por seres llenos de malicia. Disfrutan viendo arder las cosas y las personas. Puede que porque sus madres no les quisieron demasiado o por las películas de Tarantino. Sea como fuere, esas fuerzas terminan por quemar a los que menos lo merecen. Sé que no lo recuerdas pero hace una hora entraron unos animales pues sería benévolo calificarlos de humanos rugiendo y riendo. Con sus armas te destrozaron el local y tu cuerpo. Se divirtieron contigo sometiéndote a las torturas más vejatorias que puedas imaginar tú o el diablo mismo. Hasta que deseaste tu muerte. Hasta que la pediste. Uno de ellos hizo los honores y te disparó en la cara. No estás hablando conmigo, Brenda. Estás muriendo en el suelo”

Los muros del Nikky’s parecen derretirse tras las palabras del llanero. Tras caer, ante Brenda se muestran unas paredes llenas de agujeros y sangre. El suelo está repleto de cristales y los marcos que adornaban las columnas. La luz sigue encendida y al asomarse a la barra, puede ver su propio cuerpo aún retorcido entre estertores que lucha por morir. Por abandonar este mundo incomprensible e implacable. Una lágrima resbala por el rostro de la camarera. Ese rostro antaño bello que no ha contemplado jamás lo que fue la buena vida. El llanero alza una mano y le acaricia retirando la solitaria lágrima que apenas alcanza el mentón.

“No llores, Brenda. Todo ha terminado. Te he dejado ver lo que sería tu vida si ellos no se hubieran cruzado en ella hasta que estuvieras preparada para ver la verdad. Pero he de decirte que tu sufrimiento acaba aquí. Dame tu mano, Brenda y ven conmigo. Acompáñame a un lugar donde nada volverá a dañarte jamás”

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