El ambiente posee la fragancia ya familiar del luminol y de la sangre seca. Otro chico con el cráneo destrozado con un arma contundente. Posiblemente un bate de baseball. Los policías hormiguean por la zona con sus imponentes placas y el inspector de policía Jace Carver los contempla con veterano desprecio. Habían unas nubes negras coronando la escena que amenazaban con escupir al suelo de un momento a otro. El riesgo tan impredecible y conocido del clima de Seattle obligaba a la policía científica a trabajar a destajo sin lugar a trámites de chupatintas. Jace Carver por su parte, sabe que no encontrarán nada incluso aunque no llueva. Saca un pañuelo ante la usual sensación. Un par de toses roncas y una mancha de sangre en la tela. Debería dejar de fumar pero el estrés y la despreocupación ante la muerte se lo impiden. Se inclina el inspector sobre el cadáver armado con sus guantes de látex y su intuición de lobo viejo. Con ojo perito, revisa la herida. Devastación total del cráneo que hace imposible el reconocimiento del cuerpo así con los dedos serrados a la altura de la segunda falange y ausencia de dientes y documentación. Todo es poco con tal de entorpecer la labor de las fuerzas del estado.
A sus casi cincuenta años con veinte de ellos manchados de experiencia policial, el inspector Carver no se suele sorprender con nada. A eso tiene acostumbrados a sus subalternos. A contemplar un cuerpo muerto, acariciar su carne tumefacta y violácea aterida por el helor de la muerte y alzarse con un aplomo que casi roza la psicosis. Casi. Pero el inspector era demasiado íntegro. Demasiado avezado a la dureza del asfalto como para dejarse impresionar por otro cuerpo que, al fin y a la postre, no es más que una prueba. Con mucha parsimonia, el inspector se levanta todo cuanto su escasa estatura le permite tras contemplar la quinta prueba que deja el asesino al que lleva investigando casi dos años. Siempre con la misma firma. La cara aplastada, los dedos serrados y los dientes desaparecidos. El departamento comienza a cansarse y a buscar responsables. La prensa se hace eco con alias absurdos y la población se muestra tan victimista como suele. El inspector Carver sabe que el caso está durando demasiado. Para todos.
Los coágulos de sangre parda en el suelo que rodean lo que antes era el cráneo del muchacho alcanzan un radio de casi dos metros a ojo de buen cubero. El hedor de carne abierta y sangrante hace que algunos novatos se retiren a vomitar lejos de la escena. El inspector por el contrario se enciende un cigarro y mira al cielo. Las gotas de lluvia ya han comenzado a bombardear el suelo eliminando los posibles rastros. Otro mes más de investigación cuando menos. Parte de la culpa de la lentitud del proceso es del inspector. Estaría gracioso, piensa, que en los periódicos pudieran decir que el asesino de la carretera se atrapó a si mismo. Para partirse de risa.
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