Desde que edifiqué mi imperio financiero con implacable proceder no he dejado de mirar con desprecio a los que ahora sufren las penurias entre las que yo me retorcía en tiempos más oscuros. Ya desde entonces admiraba a aquellos que se despertaban bañados de opulencia y morían entre alhajas y alabanzas. Aquella admiración pronto se transformó en una envidia que no tardó en mutar en ambición y avaricia.
Tras alzarme en mi trono de monedas comencé a apreciar las grandes cosas. Aquellas de las que los pobres ni siquiera han escuchado hablar. Fiestas con mujeres hermosas y todas ellas interesadas en mi persona que ríen mis comentarios, monóculos de nácar con esfera de platino, ostentosos gemelos de plata pura que abrigan mis venas repletas de orgullo, trajes de telas exóticas que levantan ampollas entre las miradas envidiosas... Todo es poco para llenarme. Con lo que un mortal simple podría saciarse para mí solo representa el aperitivo. Lo ampuloso, lo fastuoso, todo es poco para representar el dinero que con tanto esfuerzo he conseguido amasar. Nada puedo regalar. Todo me pertenece. Asumiendo que todo hombre tiene un precio, hasta tu vida puede ser mía si con ello saco provecho. No me importa cuanto he de aplastar pues la historia no recuerda al débil sino al poderoso y todo aquello que sacrifique se olvidará a la sombra de mi grandeza.
Me excito con lo que otros no tienen. Contemplando mi propio patrimonio ajeno al mundo normal que todos ansían tener. Tengo tanto que todo acaba sobrándome. Todo. Incluso mi propio corazón.
que pena la gente que es asi
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