La lluvia comienza a arreciar. Todos llevan paraguas para guarecerse mientras escuchan doloridos las palabras del sacerdote. Yo por el contrario quiero que me empape. Quiero que se filtre hasta mis huesos y me duela. Que toda lágrima que por mi rostro se desliza quede disimulada. El abrigo largo que tanto te gustaba me pesa sobre los hombros. Casi tanto como la visión de un futuro sin ti. Entre mis manos descansa una rosa perlada por las gotas del diluvio. Una rosa muerta. Cortada y alejada de su hogar. Una rosa destrozada bajo mi puño que tiembla de impotencia. Puedo notar como las espinas atraviesan mi piel y me hacen empapar de sangre los guantes de cuero. No puedo evitarlo. Te siento tan cerca y por el contrario tengo que asumir que te están bajando a una tumba de la que solo para atormentarme en mis sueños podrás salir.
¿Quién me iba a decir hace un año que terminaríamos de esta forma? Cuando te vi entrar en el café… Dios. Tan hermosa y tan triste y frágil. Como una flor en un campo de guerra. Qué valor se apoderó de mí cuando te invité a tomar asiento junto a mí. Pareciste reticente y a la par anhelante. Debatiéndose en tu interior dos luchadores igual de poderosos y con argumentos igual de válidos. Sin embargo, vicisitudes del destino, que de ti también se apoderó cierto valor. ¿Qué temías? Mirabas a todos lados sin cesar haciéndome sentir culpable por retenerte. Pero no podría haberme detenido. Ni entonces ni ahora aún a pesar de lo que sé. Las hojas del calendario caían una tras otra y tú ocupabas cada vez un lugar más especial en mi corazón aún a pesar de no saber casi nada acerca de tu pasado. Solo dejabas caer retazos de información enigmáticos y llenos de lagunas. No quise ahondar. Existe una frontera donde el secretismo y la intimidad lindan de forma peligrosa. Nadie es capaz de dilucidarla del todo. Aunque quizás sí que debería haberlo hecho.
El primer cardenal pudo bien disimularse con una historia de torpezas y mesas inoportunamente colocadas. Pero el segundo ya no pudo encubrirse con la misma maestría. El mundo inventado del que me hiciste partícipe distaba del erial pleno de cenizas y sangre en el que vivías. Estabas casada por el amor de Dios… Con un animal, pero casada. Un hombre que te maltrataba y te humillaba de forma continuada. Que ignoraba tu día a día por propia voluntad. Solías llamarme tu ángel, aquel que consiguió salvarte. Tal vez llegué un poco tarde, cielo. Arrojo la rosa dentro de la tumba antes de que quede sepultada por la fría tierra del cementerio. Me enjugo las lágrimas y giro sobre mis talones. Tengo mucho trabajo por delante pues no va a ser el último entierro de esta historia.
¿Quién me iba a decir hace un año que terminaríamos de esta forma? Cuando te vi entrar en el café… Dios. Tan hermosa y tan triste y frágil. Como una flor en un campo de guerra. Qué valor se apoderó de mí cuando te invité a tomar asiento junto a mí. Pareciste reticente y a la par anhelante. Debatiéndose en tu interior dos luchadores igual de poderosos y con argumentos igual de válidos. Sin embargo, vicisitudes del destino, que de ti también se apoderó cierto valor. ¿Qué temías? Mirabas a todos lados sin cesar haciéndome sentir culpable por retenerte. Pero no podría haberme detenido. Ni entonces ni ahora aún a pesar de lo que sé. Las hojas del calendario caían una tras otra y tú ocupabas cada vez un lugar más especial en mi corazón aún a pesar de no saber casi nada acerca de tu pasado. Solo dejabas caer retazos de información enigmáticos y llenos de lagunas. No quise ahondar. Existe una frontera donde el secretismo y la intimidad lindan de forma peligrosa. Nadie es capaz de dilucidarla del todo. Aunque quizás sí que debería haberlo hecho.
El primer cardenal pudo bien disimularse con una historia de torpezas y mesas inoportunamente colocadas. Pero el segundo ya no pudo encubrirse con la misma maestría. El mundo inventado del que me hiciste partícipe distaba del erial pleno de cenizas y sangre en el que vivías. Estabas casada por el amor de Dios… Con un animal, pero casada. Un hombre que te maltrataba y te humillaba de forma continuada. Que ignoraba tu día a día por propia voluntad. Solías llamarme tu ángel, aquel que consiguió salvarte. Tal vez llegué un poco tarde, cielo. Arrojo la rosa dentro de la tumba antes de que quede sepultada por la fría tierra del cementerio. Me enjugo las lágrimas y giro sobre mis talones. Tengo mucho trabajo por delante pues no va a ser el último entierro de esta historia.
Me recuerda a la canción que me pasaste de "Ella"..
ResponderEliminarMe encanta, como todos y cada uno de los relatos que escribes :)
Que chulo vicen :)
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