lunes, 19 de julio de 2010

Disparar. Luego preguntar

Vuestro humilde escritor es un hombre que no conoce el perdón. Tal vez sea porque nunca lo ha recibido o tal vez porque es tan exigente con sus semejantes como consigo mismo. Sea como fuere, errar significa perderme. Es uno de mis peores defectos y, por desgracia, uno de los que más demuestro. Esta realidad hace a la gente huir sino termino por echarlas yo antes de mi camino. Cuando me llaman solitario siempre se dibuja una mueca sardónica en mi rostro pues nunca me consideré como tal. Más bien soy un elitista. Alguien que considera que la amistad es algo preciado y que aquel que no la respeta ni la venera no merece disfrutarla. ¿Significa eso que mi postura es racional? Ni por asomo. ¿Significa eso que es razonable? Sin lugar a dudas.

Puede que suene duro pero es mi realidad. Mi día a día. Perdiendo oportunidades y personas por no saber olvidar. Es mi cruz y aprendí a vivir con ella a cuestas años atrás. Aprendí a sufragar los costes de mi armadura deslucida en mil batallas y a asumir que la protección tiene un precio. El más alto de todos. El precio de caminar sabiendo que mi propia ideología me aparta del mundo aislándome en mi pequeño búnker transparente. No obstante comprendí que las segundas oportunidades no son más que un triste y desolador vestigio de que la primera fracasó estrepitosamente. A tenor de esta sentencia, no puedo evitar el impartir justicia ante las personas que creen que pueden errar y salir impunes. Mis tendencias misantrópicas son relativamente nuevas. Amamantadas por cada persona que quiso lamer las mieles de mi colmena y no pagar la cuenta. Es innegable que toda acción tiene una reacción igual y opuesta. Es por ello que todo acto deja cicatriz. Una huella perenne cuyo único dueño eres tú mismo. Pero ahora todo es diferente. Ahora cada rincón de mi cuerpo luce una marca que me recuerda día a día el por qué está ahí. Es por ello que ahora sé aislar cada atisbo de peligro a costa de matar cada oportunidad de felicidad que la vida me sirve en la mesa. Me parece un buen trato.

No puedo cambiar. No puedo detenerme. Dicen que quien no se fía no es de fiar. Estoy totalmente de acuerdo. Por eso no sé si algún día moriré solo berreando desde mi mecedora que mi postura es la correcta. Si terminaré ahogado en una bañera acariciando a mis veinte gatos en un apartamento de mala muerte. Pero tengo una cosa segura. Nadie volverá a atormentarme por diversión ni mis ojos volverán a humedecerse por errores que no obedecían a mis propias riendas. Lo jura a día de hoy, Vicente Balaguer Esteve.

1 comentario: