A día de hoy, con diecinueve inviernos a mis espaldas y cientos de cicatrices en mi rostro, alego que la desconfianza es el único escudo válido en un mundo de intereses. Siempre mantendré que a la evolución le falta ponernos retrovisores por aquello de las puñaladas traperas. La desconfianza son esos retrovisores. Espejos que revelan las verdaderas intenciones de todos aquellos que te rodean. Sin embargo, la utilidad de esta herramienta tiene un precio. Si todas las personas que te rodeasen quisieran lo mejor para si mismos olvidándose de lo que tu deseas, si cada sonrisa y abrazo sonasen en realidad con eco en el oscuro vacío, ¿querrías saberlo?
La lealtad es lo más fácil de quebrar en el espíritu humano. Es por ello que toda persona que hace gala de ella cuenta con mi automática simpatía. Tal vez por eso casi nadie entra en mi círculo de simpatía. Sea como fuere, hay personas en esta vida que cubren con tierra su propia tumba Dios sabe con qué fin. No obstante, como decía un profesor de mi adolescencia: "La comprensión no es requisito para la acción" Por eso no puedo ignorar las acciones de la gente. Acciones que vinieron dictadas por imperativos reales. Tal vez magnificados por el acerbo de un enfado venenoso o por la devastación de una depresión horripilante. Pero reales. Ahora que abro los ojos las sombras me ciegan haciendo de mí un hombre desdichado. Sumido en una realidad que yo no escogí pero que existe y la afrontaré aunque eso suponga caer en el más oscuro de los combates.
En anteriores actualizaciones os hablé de los andenes de la vida y de como la gente coge su tren cuando lo cree conveniente. Es hora de que coja el mío y me aleje de un andén falso y lleno de maledicencia en el que solo priman las confabulaciones y las arenas movedizas.
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