El sonido del látigo contra mi espalda reverbera en los gruesos muros de la mazmorra. La sangre salpica el pañuelo que os robé para recordaros en mi cautiverio. Como privilegio por ser el prior del monasterio me han permitido hacer penitencia antes de mi ejecución. Sin embargo siento que ningún castigo que me inflija podría expiar mi pecado. Cuando os vi por vez primera en el baile de primavera no pude sino caer rendido ante vuestra belleza. Tan pulcra, tan inocente. Yo por contra demasiado retirado de los placeres de la carne como para disfrutarlos del modo en que desearía. Os acercasteis a mí y me regalasteis una rosa roja por avatares del destino. Hoy, rodeado de piedra y llanto desearía que no hubiera sido así.
Mi amor por vos ardió durante años. Viéndoos crecer mientras yo me marchitaba bajo el peso de mi elección. Una vida de celibato sin haber probado hembra alguna. En las llanuras del señor no hay lugar para los ansiosos. Siendo hombre ducho en la teoría no tuve mayor elección que sucumbir ante las leyes que juré proteger. Vos fuisteis amable conmigo hija mía. Siempre trayéndonos alimento al monasterio macerado con una de vuestras eternas sonrisas. ¿Cuánta felicidad de esa sonrisa me pertenecía entonces? Os acogí en mi seno siendo precavido pues teníais justo dueño. Uno de los carniceros de la villa os desposó a demanda de vuestro padre dejándome a mí exangüe de cualquier esperanza y pleno de anhelo. ¿Qué clase de macabra paradoja se gestaba en mí? A pesar de ello, cada mirada, cada roce y cada agradecimiento me daban la vida. Soñaba con vos y la rosa roja en la oscura y desierta noche mientras que por el día veía como los sueños no eran más que eso. Durante lustros paladeé vuestra presencia hasta que mi avariento corazón exigió más de vos. No era de extrañar que percibierais las perniciosas pretensiones que en mi mente se agolpaban. Intentasteis alejaros de mí. Demasiado tarde dulce niña. Tamaña imprenta en mi corazón no se borra con el tiempo. Tan solo la muerte podrá quemar cada recuerdo que albergo de vuestro delicioso paso por mi existencia.
Cuando os veía caminar por el poblado acompañado de los demás monjes no podía sino saludar con castidad pero al veros con vuestro marido tan sagrado voto se me antojaba absurdo. Una noche mi amor por vos hizo que me ardiesen las entrañas. Debía saber de vuestra persona. Crucé las frías y estériles galerías del monasterio sin despertar a los demás miembros del monacato. Acudí a vuestra casa evitando los caminos con la simple intención de desearos lo mejor y entregaros mis más sinceras disculpas. Pero, oh de mi pobre corazón, cuando os vi con él. En vuestra cama. Pude contemplar como esa escoria poco meritoria de vuestro cuerpo lo disfrutaba con tan arrogante deleite. No pude permitir que alguien se regocijara con aquello que me pertenecía por derecho. Saqué de mi zurrón la pequeña hoz que siempre llevaba para segar el grano del patio y derribé la endeble puerta de madera. El resto no es más que una red impura de sangre y odio.
La puerta de mi celda se abre. La luz de las antorchas abraza los sillares del suelo. Están repletos de sangre y sudor. Mi visión estaba borrosa. El alguacil me lanza un petate con ropa limpia. Es mi hora. Me coloco la camisola y las calzas simples que me ofrecen. Puedo notar como la parte anterior de la camisola se tinta de la sangre redentora de mi espalda. El dolor lacerante de las heridas abiertas me hace apretar los dientes. El alguacil vuelve a abrir la puerta. A rastras, me saca al exterior con desprecio. Un carruaje en el cual me desmayo por las llagas me lleva hasta el cadalso. En él, una gran hoguera rodeada del enfurecido gentío en el cual podía reconocer caras antaño amigas. Mientras atravieso la turba huevos, verduras y humillantes salivazos impactan contra mi rostro. El verdugo, un hombre enorme y de potentes manos, me ata al mástil y con una antorcha aviva el fuego de mi final. Cuando las llamas comienzan a lamer mis piernas el dolor de mil vidas recorre mi cuerpo. Sin embargo, me duele aún más el ver que vos sois la primera que está jaleando al verdugo a plantar otra antorcha bajo mi condenado cuerpo. Mantengo los ojos bien abiertos bajo la capucha blanca. Aún enardecida por el odio, sois la última visión que quiero disfrutar en este cruel y vasto mundo. Espero que Dios me perdone porque estoy seguro de que vos no podréis.
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