Soy demasiado joven para recordar como estalló el caldero. Solo tengo como referencia las historias de viejas. Malvados jefes de corporaciones internacionales iniciaron una pugna por los pocos recursos que quedaban en el planeta. Los gobiernos impotentes se rindieron ante el color verde de la misma forma que lo había hecho en el pasado. Los ejércitos pulieron sus armas y los habitantes de las diferentes potencias nunca denostaron sus principios. Apoyaron la guerra hasta la nausea. Ahora, terminada la guerra se puede observar como no hubo ganadores. El mundo cayó bajo el poder de las grandes multinacionales que dominaban el 90% de la riqueza mundial. Unos decidieron agachar la cabeza y obedecer. Yo escogí mi propio camino.
Crecí en lo que los supuestos entendidos llamaban el nuevo mundo. Un mundo en el que no existía la guerra ni el hambre. Lo que pocos sabían es que la única razón por la que no había guerra era porque no existían recursos para llevarla a cabo y el hambre no existía porque aquellos que la sufrían no llegaron a ver el nuevo mundo. Nueva era, malditos sean. No podías dar un paso sin que se enteraran de que lo habías dado. ¿Qué a quien me refiero? A ellos. A los líderes de las corporaciones. Krakov y Macrotec. Ambas empresas enfrentadas a ambos lados del mundo como en el siglo XX. Armas, robótica, electrónica, alimentación… Las dos grandes lo abarcaban todo. Cuando la guerra terminó el mundo luchó por reiniciarse bajo el yugo de ambas empresas. Los medios dejaron de hablar de muertes tras la guerra pero las había. Todo aquel que se oponía a Krakov pasada la guerra daba con sus huesos en un gulag perdido en Siberia. Los que protestaban contra Macrotec acababan sepultados bajo el peso de los sobornos de los directivos. No obstante los que no aceptaban el precio terminaban en una fosa con un disparo en la nuca. Solo unos pocos gritaban. Solo algunos protestaban. Mis padres lo hicieron y terminaron en una de las fosas.
Al llegar mi juventud me enamoré de una mujer que odiaba tanto a las corporaciones como yo lo hacía. Vivimos coaccionados por el miedo asociado a nuestras ideas. Os parecerá extraño pero en aquellos tiempos más daño hacía un pensamiento que un golpe. Coartaban el pensamiento libre y no permitían que nadie se rebelase contra su omnipresencia. Durante un tiempo esperamos que el gobierno intercediese. Al poco pudimos percibir como el gobierno se encarnaba en las dos empresas. Llegué a pensar que no quedaba esperanza. Hasta que la conocí. Me enseñó un mundo nuevo. Un mundo en el que Macrotec tenía un rival. La RAT como se hacían llamar estaba formado por células durmientes y cuando una era descubierta desaparecía y se activaba la siguiente. Así sobrevivieron durante los años de la represión.
Y aquí estamos. Mostrando la cara. Cientos de personas hartas de la hipocresía y la impotencia dispuestos a alzar la voz. Ella está a mi lado. Orgullosa, pletórica. Llena de la alegría y la determinación de quien sabe que está haciendo algo bueno. Avanzamos por las calles. Nuestras botas hacen temblar el monótono pavimento en rebelión ante el poder. Puedo ver como se asoman algunas personas en sus balcones. Algunas arrojan flores a nuestro paso. Gesto precioso. Aunque cobarde e hipócrita. Los verdaderos combatientes están en esta calle. En este momento. Ahí están. Los anti disturbios. Con el flamante escudo verde de Macrotec luciendo en el pecho. Avanzan hacia nosotros con paso siniestro. Desde las filas anteriores surgen objetos contundentes. Ladrillos, bloques de hormigón… Todo vale. Sin embargo solo sirven como medida coercitiva pues ningún proyectil alcanza el objetivo. Ella me agarra la mano. Tiembla. Pobre niña. Vive en una época en la que no le corresponde. Le respondo el apretón y agarro una botella de alcohol que me ofrece el RAT de mi izquierda. Le prendo fuego al pañuelo que cuelga del cuello de la botella y la arrojo contra la masa negra que conforma el rival. Impacta en uno de los escudos y le prende fuego. El policía arroja el escudo al suelo y vuelve a la retaguardia. Al instante vuelve a cerrarse la formación. Recuerdo cuando mi padre, profesor de Historia en la universidad, me contaba fábulas sobre un pueblo en un país llamado España que se rebeló contra los franceses en plena ocupación y sin apoyo militar. Daoiz y Velarde creo recordar que se llamaban los insensatos. No solo fueron derrotados sino que fueron asesinados como perros. No obstante dieron ejemplo y España acabó por sublevarse en plenitud creando una causa palpable. Me sentía como Daoiz. Plantando cara al perro de tres cabezas. No vencería. Pero daría al mundo algo en que pensar. La colisión entre ambos bandos es letal. Las porras se alzan sobre nuestras cabezas para destrozarlas al instante manchando el sucio asfalto. Caemos a pares. Los de las filas posteriores lanzamos cócteles contra los policías. No parecen surtir efecto.
Tras media hora de contienda la lucha está resuelta. Nuestras fuerzas están dispersas. Los policías se ceban con aquellos que caen en solitario. La busco por doquier. Cuando los policías se introdujeron en nuestra formación se separó de mi lado. Un policía se lanza contra mí y consigo tumbarlo contra el suelo y romperle el brazo. Salgo corriendo buscándola. La veo a lo lejos y ella también me divisa. La sonrisa le asoma a la expresión a pesar de la sangre de su rostro. No parece herida. Corre hacia mí y me abraza. Un ruido seco sesga el aire. Por un momento lo único que puedo sentir es la conmoción que ha dejado en mí ese sonido que en cierto modo ha sonado a muerte. Un disparo certero ha atravesado nuestros cuerpos. Su cara se retuerce en una mueca de dolor indescriptible. Puedo notar el odio y el llanto brotar en mi rostro. La cojo entre mis brazos y puedo notar cómo se me escapa su vida entre mis dedos. Nuestros latidos aceleran la llegada de nuestra muerte al compás. Ella acaricia mi cara para después cerrar los ojos. Mi visión se nubla. Espero que algún día recibáis lo que merecéis…
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