domingo, 9 de mayo de 2010

El fin de una vida

Demasiados recuerdos para una sola vida. O puede que incluso algunos me los esté inventando. Con los años que he pasado yo sobre esta tierra es normal que mi cabeza ya no rija como lo hacía antaño. He visto nacer, he visto morir, he sido amado y he dejado un legado. Mi vida ha completado su círculo. Y ahora que estoy sentado en mi ajado sillón sin mi señora a mi lado cada día es igual que el anterior. Descuelgo el teléfono. Seguro que me responde la voz de siempre “Hola papá. Te llamo luego. Ahora estoy muy ocupado” “Abuelo. ¿Por qué no aceptas ir a una residencia?” Vuelvo a dejar el auricular donde estaba. Es tan difícil vivir una vida donde el pasado es más largo que el futuro… Cuando no te queda nada por vivir ni ver solo te queda esperar a la parca caprichosa que termine con tu tormento.
Dieciséis lustros hacen de mí una persona anciana y a pesar de mi edad no sufro de achaques que merezcan mencionarse. Unos dolores en las manos cuando arrecia la lluvia, de vez en cuando me tienen que gritar, cada vez me cuesta más subir escaleras… Por lo demás no tengo nada que envidiar a mis compañeros de dominó del bar. Sin embargo no me relajo. Así se sentía mi mujer antes de sobrevenirle el cáncer de útero que la arrebató de mi lado. Diez años de soledad que han conseguido que no solo no tema la muerte sino que la desee. Escuché en la televisión que la mayor parte de los suicidios del pasado año fueron llevados a cabo por ancianos. Ancianos como yo. Hastiados de la vida a sabiendas de que no les queda nada por ver ni por hacer. Dejé mi huella en este mundo y esa misma huella me ha olvidado. Este mundo en si me ha olvidado. Ese frasco de pastillas del baño cada vez tiene más y más atractivo.

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