lunes, 28 de junio de 2010

El precio a pagar

Puedo notar como la saliva resbala por mi labio. Apresurada y tan diligente como siempre, Alice se abalanza con el pañuelo y me retira la gota que ya se deslizaba caprichosa por mi barbilla. Aunque paralizado de cuello para abajo, mi mente permanece intacta como una broma macabra. Desearía que mi cerebro estuviese tan entumecido como el resto de mis órganos dependientes de una amable y condescendiente enfermera y de una silla de aluminio. Alice es la quinta chica que me cuida en lo que va de año. Sonia, la anterior, dimitió sepultada bajo el alud de responsabilidades que mi carga representaba. Sin embargo Alice parece saber que se hace. Me cuida con una ternura digna de una hija y en cierto modo, me quiere. Me quiere pues sabe que estoy tan indefenso y soy tan inofensivo como un niño pequeño. La gente tiende a aprovecharse inconscientemente (o conscientemente) de mi situación prisionera y no ve su mano temblar al contarme sus más íntimos tapujos sabiendo que no puedo huir ni airearlos. Podría hacer inventario de los novios de Alice. Cuál fue el más caballeroso, cuál fue el más patán… Que depresión.

Ayer vino a verme mi hermana Cloe. Tan simpática como siempre. Riñó a Alice por mantenerme tanto tiempo de cara a la ventana pues el sol podía generar problemas de piel. Loca de mierda. Intento decirle a Alice que cuando Cloe llame a la puerta le diga que me he ido a esquiar. Pero de mis labios solo surge un patético e impotente gruñido. Hoy, gozo de la tranquilidad de mi nueva gata. La encontramos Alice y yo en uno de nuestros largos paseos, a un lado de la calzada. Paseando sola y escuálida por el parque. Alice la recogió y la colocó en mi inerte regazo. En lugar de huir se acomodó y aceptó su agradable destino. Ahora me hace compañía y me reconforta el alma. La pequeña Mery. El nombre lo escogió Alice en honor a su madre fallecida. Decía que según una antigua creencia, los muertos regresaban en forma de gatos para seguir velando por nuestra seguridad una vez su forma corpórea se hubiera marchado de este mundo. Menuda estupidez.

Llevo tres años enclaustrado en esta prisión de cartílago y hueso que llaman cuerpo. Tres años dejando que me limpien el culo y que laven mis partes pudendas con el cuidado que se le brindaría a un cachorro. Cada día me siento más inútil y prescindible sabiendo que sobre mi tumba pocas lágrimas caerían. Mi Nancy siempre decía que era muy orgulloso. Que no aceptaba nunca una mano amiga. Si ahora me vieras… Recuerdo el día de la fiesta. Recuerdo que me sermoneaste por las copas de más que había metido en mi cuerpo. Delante de los amigos. Humillado, te saqué de la fiesta para demostrarte el tamaño de tu error y me metí en el coche para volver a casa. Te negaste en rotundo a subir al vehículo estando yo al volante en ese estado. Te conminé a regresar y tú, sabiendo que de no hacerlo tendrías que aguantar mi maldito orgullo durante semanas, abriste la puerta y aceptaste seguirme. Cuando embestí a aquel camión abrí los ojos por vez primera. Pero ahora tú no estás sino en mis pesadillas. Gritándome desde lejos que fue culpa mía, que merezco la condena que ahora padezco… No puedo sino darte la razón querida…

A veces, cuando Alice me obliga a ir a dormir sin tener sueño y Mery se tumba a mis pies me pregunto si no será Nancy y no la madre de Alice la que vela por mi bienestar. La gata abre sus ambarinos ojos y bosteza con fruición para luego estirarse arrogante sobre las impolutas sábanas.

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