No hace mucho que mi división fue contratada para ese sucio trabajo. Decían hablar en nombre de una milicia contraria al régimen. Había oído hablar de ellos y de su ideología. No simpatizaba con el régimen. Pero la solución utópica que proponían los sublevados era ridícula. ¿Una anarquía en el siglo XXII? No me hagas reír. Sin embargo poco me importaban ideales y posturas políticas. Yo era un mercenario y la única poesía que entendía era la del dinero tintineando en mis bolsillos. Mi destacamento pertenece a una unidad veterana de la guerra de las coaliciones. Un curioso nombre que acuñaron los antiguos dirigentes para evitar el apelativo Tercera Guerra Mundial que tan feo quedaba en los titulares. Tras la guerra de las coaliciones todo se vino abajo. Los antaño imbatibles Estados Unidos habían caído por su propio peso y ahora Japón llevaba las riendas. ¿Pero que estoy diciendo? De aquella guerra no salió nadie invicto. La demografía mundial cayó estrepitosamente dejando tras de sí océanos de sangre anónima. Toda liberada por las últimas gotas de petróleo que quedaban en el planeta. En los años de la guerra la sangre era fácilmente convertible en oro. Ahora el oro se ha convertido en piedra. La gran parte de la población se vio forzada a huir de las ciudades propiciando la economía del trueque. Dejando el dinero inservible. Aún sonrío cuando recuerdo a aquellos refugiados haciendo una hoguera con un saco de billetes que encontraron en un páramo junto a un cadáver. Algún ricachón con aires de añoranza supongo.
En el plano político todo cuanto se conocía y respetaba sucumbió ante la avaricia y la ira bélica. Los dirigentes fueron ejecutados uno por uno. Recuerdo que España fue de las primeras en caer. Mi hogar. Le siguieron Italia, Grecia y todas las potencias europeas. La técnica de la decapitación del gobierno llevada a cabo por los propios ejércitos pretendía llevar al mundo a una situación de ilusoria precariedad para que solo quedase como salida un gobierno autoritario y militar. Tristemente es lo que ocurrió. Mi división se desgajó del ejército cansada de traiciones y del terror. Los primeros años fueron los peores. Nos persiguieron como a perros por todo el continente. Tuvimos que emigrar a Sudamérica donde la situación no distaba de la europea. Pero teníamos algo a favor. No nos buscaban. Los Lagartos nos ganamos la vida con la sangre. Normalmente para evitar derramar más sangre. Paradoja cruel donde las haya. Por otra parte la milicia de Bolivia no tenía mayor motivación que el odio que profesaban por su infausto líder. Un general de la guerra de las coaliciones que organizó una cruel represión contra todo seguidor del antiguo presidente.
Y aquí estoy, apoyado contra la loma de una duna limpiando mi AK-47 a la espera del convoy político que se dirige a la ciudad. Antes estas maniobras resultaban dificultosas. Seguimiento por satélite, fotos aéreas, aviones no tripulados… Ahora todo es distinto. No queda presupuesto para nada. Mejor para nosotros. A mi lado se sienta el tuerto. Mi segundo al mando. Un hombre de parca palabra y desagradable estampa. Le falta un ojo y media cara. Resultado de una granada en la batalla de Milán. Yo fui quien le contuve la hemorragia hasta que llegó el médico. Lo lleva bien. Siempre dice que le importa un carajo si no puede follar sin pagar viviendo en la tensión que vive. Abre una maleta y saca un enorme lanzacohetes soviético bastante antiguo. Lo enarbola ante mí y se satisface con mi cara de asombro. ¿Y esto? Puro contrabando hermano. Era de esperar del tuerto. El comandante en jefe de la expedición nos ordena acostarnos en la loma y esperar en silencio. No sé hasta qué punto les motiva llamarse coronel o teniente siendo panaderos y cerrajeros. Pero me importa una mierda mientras me paguen. A lo lejos se recortan contra el sol de media tarde las siluetas onduladas por la calima de varios blindados y jeeps. En el aire ni un solo avión. Condiciones perfectas. Mañana perfecta. Levanto el punto de mira del lanzacohetes apoyado contra mi hombro. Al otro lado del desfiladero la otra mitad de la división que estaba siendo apoyada por unos cuantos milicianos me hacen señales con un espejo. Están listos. El plan es reventar el blindado de la vanguardia y el de la retaguardia creando un cuello de botella donde concentraremos toda nuestra potencia de fuego. Yo ya tengo mi propio plan trazado. Un misil ante el blindado de vanguardia, dos granadas al centro y vaciar mi primer cargador. Me coloco el lanzacohetes en el otro hombro. El derecho aún está resentido del balazo en la escaramuza de Nicaragua. Me coloco las gafas de campaña impidiendo que el sudor se me meta entre las pestañas. El blindado está a escasos cien metros. Puede que esta rebelión triunfe. Cincuenta metros. Puede que estos hombres no sean despellejados en la plaza del pueblo. Treinta metros. Puede que la chispa de coraje que encendamos hoy prenda la llama de la conciencia mundial. Diez metros. Puede que no muramos hoy. Lo único que espero, es que pueda presumir de mi paga mañana.
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