¿Cómo llegamos a esto? Antes las cosas eran diferentes. Sabíamos que en los asuntos de familia no existen los inocentes. Que toda persona tiene un oscuro historial tras de sí y que darle la mano a alguien puede significar una futura muerte. Sin embargo, existía la baza del respeto. La del honor. Dicen que no hay honor entre ladrones. Por suerte sí que existía entre los asesinos. Existía hasta que llegó el maldito Parrezzi. Un matón con aires de grandeza que no le temblaba la mano ante nada. No respondía ante ninguna familia y cobraba con altas tarifas. Se refocilaba cuando la sangre resbalaba entre sus dedos. Jimmy “Pompa” dijo que asesinó a la mujer y a la hija del tío Jackie y colocó sus cabezas en la verja de la casa. Mirando hacia la entrada. Al entrar, tío Jackie vio las entrañas de su familia en el fregadero y no pudo soportar la locura. Le hizo una mamada a su pistola y ahora su cabeza descansa en el techo de la cocina. El golpe a la familia de Jackie enfrentó a varios clanes. Los Tornello ejecutaron a varios de los hombres de Tao en los muelles. Tao dominaba el tráfico de armas y los Tornello siempre se enfrentaron a él pues los puertos les pertenecían en los tiempos de la guerra mundial. No obstante, las familias nunca quisieron una guerra. Fue entrar Parrezzi y Tornello tuvo una excusa para ir a la batalla. Parecía que nadie pagaba a ese malnacido por hacer lo que hacía. No faltaban las especulaciones nebulosas y los dedos acusantes en los restaurantes de postín. Todo apuntaba a Tao y a sus malditos negocios turbios de la costa. Todo apuntaba a Tao hasta que apareció con la cara quemada por un soplete en un cubo de basura del Bowery.
Al caer Tao todas las familias hincharon el pecho y reclamaron los muelles para sí iniciando una guerra sin precedentes. El don dice que cuando lanzásemos la cabeza de Parrezzi encima de una mesa de roble todo acabaría. El cabrón era escurridizo. El nombre era un pseudónimo como era habitual en asuntos de la familia. Pero había algo a mi favor. No era tan listo como se creía. El soplón de Hell’s Kitchen, Joey Tino, comenzó a difundir una información por la ciudad. Parrezzi tenía nombre y cara. Se vendió al mejor postor que resultó ser nuestro jefe. Y ahora aquí estoy en un polígono industrial esperando a Joey. Hace un frío que cala hasta los huesos. Del que te arrebata el calor del alma. No se ve una sola persona por los alrededores. Desenfundo a la Pequeña, mi pistola Colt 1911 de calibre 45 especial con munición de punta encamisada. La reviso distraído. Todo correcto. Le acoplo el silenciador que guardo en el bolsillo interior. No me fio de Joey. Y mucho menos de Parrezzi. Si consiguió arrancarle la cabeza a la mujer de un jefe de la mafia puede conseguir cualquier cosa. Había hecho mis propias elucubraciones. Al parecer Parrezzi no distaba mucho de un perro rabioso. Demasiado hambriento como para ser leal. Todos sabíamos en el fondo que no pararía jamás y que la única vacuna para su enfermedad era la muerte. De todas formas, sigue siendo un hombre que caga y come de la misma forma que todos. Tan vulnerable y mortal como cualquiera. Su único poder residía en su anonimato. Algo que iba a perder en menos de media hora. Pedí refuerzos para este encargo. Lo cierto es que no me atrevía a acercarme a las afueras esperando a un hombre que podría estar muerto. Asesinado por aquel a quien yo estaba buscando.
Se excedía media hora desde la quedada con Joey. No contestaba al móvil. Me habría vuelto a casa pero el caporegime me dejó muy claro lo que debía hacer “Quédate toda la puta noche en vela si es necesario. Pero tráeme un nombre y una razón para creer en ti”. Me recosté contra el asiento. Encendí la calefacción y tras de mí escuché una voz. “No conectes la calefacción. Me da dolor de cabeza” Era una voz fría. Carente de emoción alguna. Así deben sonar los susurros de los muertos. “¿Me vas a matar?” “Ojalá fuera tan fácil muchacho pero necesito mandar un mensaje y un simple disparo no hará apenas ruido. Espero que no tengas prisa”
Al caer Tao todas las familias hincharon el pecho y reclamaron los muelles para sí iniciando una guerra sin precedentes. El don dice que cuando lanzásemos la cabeza de Parrezzi encima de una mesa de roble todo acabaría. El cabrón era escurridizo. El nombre era un pseudónimo como era habitual en asuntos de la familia. Pero había algo a mi favor. No era tan listo como se creía. El soplón de Hell’s Kitchen, Joey Tino, comenzó a difundir una información por la ciudad. Parrezzi tenía nombre y cara. Se vendió al mejor postor que resultó ser nuestro jefe. Y ahora aquí estoy en un polígono industrial esperando a Joey. Hace un frío que cala hasta los huesos. Del que te arrebata el calor del alma. No se ve una sola persona por los alrededores. Desenfundo a la Pequeña, mi pistola Colt 1911 de calibre 45 especial con munición de punta encamisada. La reviso distraído. Todo correcto. Le acoplo el silenciador que guardo en el bolsillo interior. No me fio de Joey. Y mucho menos de Parrezzi. Si consiguió arrancarle la cabeza a la mujer de un jefe de la mafia puede conseguir cualquier cosa. Había hecho mis propias elucubraciones. Al parecer Parrezzi no distaba mucho de un perro rabioso. Demasiado hambriento como para ser leal. Todos sabíamos en el fondo que no pararía jamás y que la única vacuna para su enfermedad era la muerte. De todas formas, sigue siendo un hombre que caga y come de la misma forma que todos. Tan vulnerable y mortal como cualquiera. Su único poder residía en su anonimato. Algo que iba a perder en menos de media hora. Pedí refuerzos para este encargo. Lo cierto es que no me atrevía a acercarme a las afueras esperando a un hombre que podría estar muerto. Asesinado por aquel a quien yo estaba buscando.
Se excedía media hora desde la quedada con Joey. No contestaba al móvil. Me habría vuelto a casa pero el caporegime me dejó muy claro lo que debía hacer “Quédate toda la puta noche en vela si es necesario. Pero tráeme un nombre y una razón para creer en ti”. Me recosté contra el asiento. Encendí la calefacción y tras de mí escuché una voz. “No conectes la calefacción. Me da dolor de cabeza” Era una voz fría. Carente de emoción alguna. Así deben sonar los susurros de los muertos. “¿Me vas a matar?” “Ojalá fuera tan fácil muchacho pero necesito mandar un mensaje y un simple disparo no hará apenas ruido. Espero que no tengas prisa”
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