miércoles, 11 de agosto de 2010

El poder de una mirada

-Mátalo-gruñía como un disco rayado sin cesar-Mátalo de una puta vez.
Mi mano estaba firme. Mis piernas le iban a la zaga. Sin embargo el corazón me vibraba asincopado al temblor de mi conciencia. Sabía que las balas del peine de la pistola eran reales. Nada de fogueo. Solo muerte envasada en plomo. Al otro extremo del arma se encontraba un hombre mucho menos íntegro si cabe que yo. El desgraciado Jackie "hormiga" Delozzo. Sus ruegos habían sucumbido ante el llanto y tan solo se permitía articular unos inaudibles y patéticos balbuceos. Se había vendido a los federales violando de forma indigna el sagrado y ancestral código de la omertá. Los hombres de honor se supone que no hacen eso y el único castigo redentor es el de la muerte. Esa misma mañana Sparatza, el hombre que me conminaba a asesinar a un hombre en mi propia oreja, me había sacado a rastras de la cama. Si llego a saber que era un encargo tan sucio como aquel no me habría puesto el despertador.

Sparatza era un hombre complicado y enigmático. Al que solo el Don conocía de veras. De constitución obesa e insalubre. Nunca dudaba en torturar a quien se resistiera al código de la familia. Desde que entré en la organización dos años atrás nunca confió en mí. ¿Sería éste mi bautizo de fuego? Por lo que a mí respecta, su antipatía hacia mí solo era equiparable a la que yo le profesaba.  Solía abusar de las chicas del club valiéndose de la plena confianza del Don. Pero yo me pegaba a su repugnante trasero cuando tenía ocasión. El ambiente de la casa se estaba cargando de la inminencia de la muerte. Los gritos de Sparatza no ayudaban. Ahora el hormiga comenzaba a gritar también. Me giré hacia el capo quien había agarrado a la esposa de la víctima y amenazaba con matarla sino le daba una muerte instantánea al soplón. No obstante seguí dudando. No me podía permitir la muerte de la mujer, que lloraba y se retorcía ante los no tan disimulados sobeteos del italiano. Sus ojos  bañados en lágrimas me observaban apelando a mi instinto humano. Jamás llegaré a comprender la llama que prendió en mí esa mirada pero me giré, levanté la mirada hacia Sparatza y le disparé en la frente. El alarido de la mujer, el grito ahogado del hormiga, el cuerpo enorme y repugnante cayendo muerto sobre la moqueta y el casquillo impactando contra el linóleo. Todo lo demás era silencio. El silencio de una parca que venía a por la carnaza que se le prometió en un principio.

La mujer abrazó entre sollozos a su marido a pesar del charco de orín que se había formado a sus pies mientras éste me daba las gracias acariciando el cabello a su mujer. Jamás había visto a una persona suicidarse unos días antes de su muerte. Pero aún así era lo que yo había conseguido. Respecto al hormiga, sé que su cuerpo estará flotando en la bahía al amanecer a pesar de mi intercesión. Pero al menos le he salvado de Sparatza, así como a sus futuras víctimas. En cuanto a mí, he sacrificado dos años de infiltración e investigación policial por no ser yo el que mate a un inocente. El comisario no va a estar contento con el resultado.

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