Ayer sin ir más lejos recibí un video. Un video que me aterrorizó hasta la médula. En él se mostraba un atropello, puede que real, puede que no, y no faltaban en él las voces que se alzaban para decir palabras como divertido o la leche. ¿Cómo hemos llegado a esto? Nos hemos vuelto tan insensibles al dolor ajeno que aterra con solo pensarlo. El egocentrismo es más evidente que nunca. No hace falta remontarse un siglo atrás cuando la imagen de alguien agonizando ponía los pelos de punta. Tan solo hace unas pocas décadas, cuando el ser humano aún podía alardear de algo y no existía la sobredosis de información actual, se podía hablar de empatía. Todo parece ficticio. Una mujer llorando con su hijo inerte en brazos en mitad de una ciudad destruida. No importa. En el canal cinco está Carmele Marchante soltando palabras incongruentes al son del gregario aplauso de la plebe. Parecemos olvidar que la realidad continúa más allá de la hipnosis catódica. Es una frivolidad que únicamente sería excusable para los reporteros de guerra o alguien similar que, a fin de salvaguardar el último retazo de cordura que le queda, pretende buscar un matiz poético a todo cuanto retrata. ¿Qué excusa tenemos nosotros?
La inteligencia y el avance tecnológico ha conseguido en cierta manera intoxicarnos con su plúmbea presencia tornándonos en cierto modo mecánicos, fríos y vacíos. Lo cierto es que no soy quien para arrojar la primera piedra. Por ello arrojo la primera almohada con la intención de abrir los ojos de las pocas personas que se dignen a encarar la verdad. Una verdad que no siempre gusta. Y la verdad cruda y desnuda es que la evolución moral ha puesto la pausa con nuestra generación. Tan lúcida y avanzada a veces para transportar droga en el interior de las patas de unos ampulosos muebles y tan oscura, retorcida y primitiva a veces para asesinar a su pareja amorosas con sus propias manos. Empleamos el ingenio para lo que nos parece más pragmático. No les culpo. Actualmente ya no está claro cuál es el camino recto. Dejémosle decidir al pueblo. ¿Queremos legar a nuestros hijos un yermo moral en cuyas frías y estériles llanuras la ley que impere sea la del más fuerte y emoción sea sinónimo de debilidad? ¿O realmente creen que podemos llegar a cambiar? La humanidad se gusta de cambiar cuando está al borde del precipicio. Puede ser este el abismo que nos haga cambiar la mentalidad para siempre. Yo desde luego, estoy seguro de que no.
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