Otro día más. Otro día mirando los mismos barrotes y el mismo suelo de paja que hiede a mi propio orín. El suelo está tan pegado al techo que no puedo alzarme completamente. Aparece alguien con un cuenco de la misma bazofia de ayer y de anteayer. Lo devoro con ansia.
Recuerdo cuando me quedé solo en las frías calles. Alimentándome de despojos, esquivando coches y sintiendo que aquel no era mi sitio. Recuerdo también a algunas personas que paseaban a mis semejantes con gesto altivo y, al mirar mi patética estampa, arrugaban la nariz y procuraban que su criaturita no se acercase a mí por miedo a algo que nunca llegué a entender. Quería ser como aquellos perros, limpios y felices. Sin embargo llegó un momento en el que entendí que es mejor dejar a los humanos en paz. Que cuanto más buscaba su protección, más decepciones y golpes me llevaba. Viví alejado de ellos. Procurando no mezclarme en sus vidas. Sin embargo, no tardaron en decidir que no tenía derecho a vivir por mi cuenta. Dos de ellos me acorralaron una noche en la que dormía entre unos contenedores. Me desperté ante sus voces. Podía oler su adrenalina. La adrenalina sádica que rezuma un depredador como anticipo de una batalla exageradamente desigual. Alzaron sus puños y sus botas y comenzaron a golpearme. Intenté defenderme y morder sus brazos mientras ladraba y gruñía pero me agarraron el hocico con más fuerza de la que yo podía combatir. Cuando pensaron que estaba muerto se marcharon con actitud triunfante. Entre gemidos conseguí arrastrarme hasta las sombras de un refugio más seguro y allí comencé a lamerme las heridas a la espera del alba. El día llegó y trajo consigo la conmoción y descubrí que mi pata trasera izquierda no era lo que fue en su momento. Me la lamía con denuedo pero no conseguía mitigar los latigazos de dolor que me asaltaban.
Con el paso de los días conseguí levantarme y renquear de un lado a otro esperando que cambiase la especie que se dice es superior. No obstante no tardaron en encontrarme de nuevo y ponerme un lazo de acero al cuello. Me arrastraron contra mi voluntad e interpretaron mi impotencia como una rabia peligrosa que merecía ser reprendida con un potente golpe en el lomo. Me sometí a aquel individuo esperando que me arrastrase con una buena razón. No tardé en darme cuenta de que las buenas intenciones me habían abandonado. Y aquí me hallo, masticando los gelatinosos trozos de carne que se dignan a ofrecerme, sintiéndome humillado y retenido por razones que no alcanzo a entender. Llevo aquí mucho tiempo. Tanto que cada segundo pienso que es el último de mi cordura. Los mismos aullidos de mis congéneres hora tras hora enloquecen al ser más íntegro. Yo dejé de ladrar y aullar pidiendo auxilio hace tanto tiempo... Parecía molestarles pues no tardaban en reprenderme con un golpe en los barrotes para que aprendiera a no quejarme. Alguien viene. Espero que para socorrerme en mi calvario. Me levanto todo cuanto mi jaula me permite y observo a mis visitantes con alegría. Dos de ellos que me miran de arriba abajo con lástima al contemplar mi maltrecha pata y pasan de largo. Yo permanezco enhiesto, alegre y emitiendo ladridos de júbilo ante la expectativa de salir de ese infierno.
Ya ha pasado mucho desde aquella visita y yo continúo enclaustrado en este antro. Vuelvo a dormirme entre gemidos ¿Cuándo acabará? Escucho como se abre la puerta de mi celda y contemplo como una mano aferra mi correa y me saca de aquel cubículo. Aun exhausto me siento en una nube. No estiraba mis patas desde mi encontronazo con aquel hombre. Estiran de mi correa. No me extraña que me quieran sacar de ese maldito lugar. Me llevan a una habitación con una luz que me ciega. Me tumban en una camilla y me sujetan la cabeza. Mi rabo continúa moviéndose en coordinación con la euforia de mi mente. Por fin pude escapar. Noto un pinchazo y me invade el sueño. Espero despertar en un sitio mejor que este.
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