viernes, 21 de enero de 2011

El último bocado.

Todo parece normal. La misma vista, los mismos sonidos que la noche me sirvió en bandeja. Esa maldita sirena de policía que siempre persigue al malandrín de turno. Esos condenados negratas con su música a todo volumen. Aunque quizás deba agradecérselo. Con el escándalo que ha montado esta tarde casi mejor no haber alertado a los vecinos. Ahora disfruto de mi momento de paz. Ella yace en la cama. Descansa. Yo miro por la ventana. Desnudo. Mi cuerpo perfecto me ha abierto más de una puerta por las que nunca dudé en entrar. La duda es para el débil. Siempre tuve lo que deseé. Y la tuve a ella. Porque lo deseé. Al principio ella también lo deseaba. No tardó en arrepentirse de su nefasta situación. Pero ahora yace en la cama. Descansa.

Nadie volvería a ser como ella. Oh Janet ¿Por qué tenías que ser tan especial? Desde que la tumbé en mi lecho sabía que hacerla mía no iba a ser suficiente. Ninguna de las cinco veces me sació. Debía hacerla mía de un modo más literal. Los pequeños y juguetones mordisquitos que le regalaba por su fino cuello no tardaron en envilecerse. El sabor picante de la carne humana me invade las papilas. Su sangre se desliza por mi lengua consiguiendo lo que ninguna otra cosa había conseguido. Me hizo sentir que era mía. Ella se quejaba. No era de extrañar. Le había hecho un morado bastante feo que sangraba profusamente. Creo que me disculpé. ¿Lo hice? Recuerdo estar curándole la herida con el ansia grabada en mis labios. Ella pareció advertirlo. Estaba aterrada pero si tuvo intención de marcharse no lo mostró. Estaba estática. Incluso cuando el ardiente alcohol rozaba la huella que mis dientes habían dejado en su hombro. Una gota de sangre esquiva que se desliza por mi mano. Una lengua ávida e impaciente que busca su ingestión. Aquella pequeña gota fue la causante de todo aquel embrollo. Sus gritos mientras devoraba los jirones de piel que mis fauces arrancaban con saña de sus tersos muslos aún resuenan en mi mente. Fue muy fácil retenerla y a la vez requerí de toda mi fuerza. Como si el sentirme vivo me hiciera poderoso y débil a la sazón. Más enérgico me sentía con cada trozo que masticaba. Como en trance. Tenía que hacerla mía. Hasta el último bocado.

Ahora, tres años después me tengo que conformar con las carnes de segunda de las putas de la barriada que me llevan a sus moteles de mala muerte. Con ese sabor a decadencia, sudor y alcohol barato. Nada que hacer contra mi Janet. Ella yace en la cama. Descansa. Con la mandíbula inferior inerte sobre el almohadón de pluma barata. Lo que antaño fue su garganta no es más que un cúmulo de músculos y arterias que hieden a carne abierta. El estropicio que ha montado ha sido espectacular. Siempre pensé que las rameras estaban vacías por dentro. Pero ésta parece bien rellenita. Lo suficiente para saciarme esta noche y las dos siguientes. Lo suficiente para no pensar en Janet y en aquel último bocado.

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